CUENTOS DE MAR
23/09/2017
El Niño y los cangrejitos ciegos
Sólo podía fijarse en aquel diminuto, minúsculo, prácticamente inexistente cangrejo. Sus padres llevaban hablando desde que el avión aterrizó en la isla de la necesidad, casi obligación, de visitar los centros turísticos, en especial Los Jameos del Agua. Al parecer, ambos habían viajado a Lanzarote muchísimos años antes, de novios, o algo así, le parecía recordar a él, y aquella visita les había impresionado mucho. Llevaban meses, desde que supieron su destino para aquellas vacaciones, hablándole de lo bonito que era aquel lugar. Y él les escuchaba desde su perspectiva de niño de nueve años. Todo lo que le decían sus padres le parecía bien, correcto, un poco aburrido, de mayores, en definitiva.
En cualquier caso, él había llegado hasta la mismísima puerta de Los Jameos del Agua convencido de que aquella visita le iba a impresionar mucho y se la iba a poder contar a todos sus amigos a su regreso a casa. Se imaginaba describiendo una cueva de piratas y un lago profundo y terrorífico… Cada uno imagina lo que quiere, y para él una cueva… era una cueva. Sin embargo, nunca hubiera podido imaginar la emoción que sintió al introducirse en aquel paraje mágico. No fue la música, no fue la luz, no fue el ambiente, o tal vez sí, un poco todo eso y algo más. Lo que más le impresionó fue vislumbrar una suerte de mapa celeste en el fondo de aquel pequeño lago, estrellitas diminutas que brillaban con fuerza. “¿Qué son papá? ¿Qué es eso que brilla en el fondo como pegado a las piedras?”. “Ah”, contesto su padre con la seguridad que le daba el conocimiento y los años (porque reconozcámoslo, los mayores todo lo dicen con aparente seguridad y los niños siempre les creen porque son adultos).
La historia de los pobres cangrejitos
“Son los pequeños cangrejos ciegos de los Jameos del Agua, cariño”. Cangrejos… ¿eso era un cangrejo? Y ciegos… ¿porqué ciegos? ¿Qué les había pasado? ¿Y por qué motivo eran tan diminutos? Ya no pudo pensar en otra cosa. Mientras sus padres visitaban encantados el Auditorio y recordaban todos los rincones de aquel lugar grabado en su memoria, él se fue directo al guía y le preguntó por aquellos curiosos cangrejos. “Ah, los cangrejitos ciegos”, le dijo el hombre, sabedor de su oficio y de la curiosidad que entre los niños despertaba siempre el curioso animalillo. “Es un Jameito, así les llamo yo, aunque su nombre científico es Munidopsis polymorpha y es una especie de crustáceo decápodo; un cangrejo endémico de la isla que sólo habita en algunos jameos, como estos”, continuó. “Se encuentran en peligro de extinción desde hace tiempo y se consideran uno de los símbolos de la isla”.
Al niño no le extrañó en absoluto. De hecho, le pareció que no sólo debería haber un enorme cangrejo de hierro a la entrada del lugar. Los cangrejos, como los demonios del Timanfaya, deberían estar repartidos por todos los rincones de la isla.
“Para estos pequeños animales, tan especiales y únicos, es muy peligroso el contacto con los metales, por eso se tuvo que prohibir desde hace años el lanzar monedas al agua para pedir deseos, ya que les estaba provocando la muerte”, le explicó.
“¡Qué tontería!”, pensó, para qué arrojar monedas a unos animales tan bellos y extraños.
“Hay quién asegura que incluso se ha llegado a bañar aquí y ha buceado entre ellos”, continuó el guía.
Eso si le dio envidia al pequeño. La posibilidad de poder acercarse a aquellos diminutos y, a buen seguro, arcaicos seres, le parecía la mayor aventura del mundo. El mejor recuerdo que alguien se podía llevar de Lanzarote.
El guía se marchó junto al grupo, y lo dejó allí, sentado, agazapado más bien, metiendo a hurtadillas la mano en el agua para que nadie pudiera descubrir su osadía. “Ojalá me pudiera llevar un Jameito conmigo”, pensó, sabiendo no obstante que aquello era imposible y malo para los propios cangrejito.
“Pero qué haces ahí, vámonos”, le gritaron sus padres. Y salió corriendo tras ellos. “Mamá de mayor voy a ser biólogo, e investigador para descubrir nuevas y extrañas especies”, aseguró. Ella sonrió y continuó caminando. El niño miró hacia atrás una última vez, prometiéndose que, algún día, muchos años más tarde, cuando fuera tan “viejo” como sus padres, llevaría allí a sus hijos y les enseñaría aquel increíble tesoro que había descubierto.